Libre: Mi Primer Cuento
Tres meses atrás, descubrí algo impresionante. Al principio, me atemorizó; a decir verdad, me aterró; incluso, llegué a pensar que el cautiverio me había hecho perder la razón. Con el pasar de las fechas —en que, de a pocos, empuñando la pluma a guisa de espada, fui haciéndole frente a aquel pavor que embargaba cada rincón de mi ser y de mi celda—, caí en la cuenta de que esto es tan real como Ustedes o como yo; debe de conformar alguna clase de don, un poder muy por encima de nuestra restringida naturaleza humana.
Me dedico a crear personajes. Sí, personajes de ficción, supuestamente.
Mis creaciones han recorrido las escarpadas cornisas circundantes a los riscos de acero y cemento que se yerguen en las concurridas nervaduras de la Gran Manzana; visitado los innumerables museos de Berlín, capital de nación de identidad simpar, llena de cultura cual de estrellas el cosmos, y tan arraigada ésta que ni mil guerras conseguirían usurparla. ¡Ay del fatídico día en que sus propios ciudadanos rehúyan la tradición en sus venas! Alemania se desangrará y, con el corazón marchito, Europa entera flaqueará hasta sucumbir de rodillas. Así mismo, los frutos de mi inventiva han deambulado por los vastos desiertos del África y el Oriente Medio, donde se encierran infinidad de granos de arena, ocultando en ellos igual de infinitas leyendas y misterios y anales de cruentos suplicios escritos con sangre de mártires, y cómo olvidar los mares que inundan el orbe, navegando desde la gélida Siberia hacia las cálidas playas australianas, bogando a través del apaciguado Mediterráneo hasta naufragar tras las violentas tormentas de las Bermudas.
De tales hazañas, amén de muchas otras, se precian las hojas de vida de mis personajes; unas extensas, longevas y venturosas; otras cortas, efímeros soplos de desdicha. Mas he aquí lo maravilloso: ellos las han llevado a cabo por cuenta propia. Yo me limito a desarrollarlos, darles una apariencia específica, a veces un nombre y una localidad; pero éstos, ¡éstos cobran vida!, vida que yo no puedo controlar.
Seguramente, Ustedes han de tomarme por loco. No los culpo por ello; como expliqué anteriormente, yo mismo me lo cuestioné. Sin embargo, aquello resultaría contradictorio, ¿eh?: un loco no se plantea esa interrogante, no se percata de su condición, él jura permanecer en sus cabales. Yo, en cambio, digo la verdad y estoy dispuesto a demostrarlo.
Ya sé, crearé un personaje: un chiquillo de cinco pies con siete pulgadas. Vivirá en el próximo milenio. Tendrá gustosos ojos oscuros, matizados con la intensa tinta de sepias salvajes; cabellera negra y fina, algo larga para presumir de varonil, y, finalmente, lucirá una agradable y cálida piel tostada, mas no del todo quemada. Se encontrará rindiendo un examen, una prueba sobre… ¡qué sé yo! Pero sí sé y tengo por cierto que lo estará haciendo en alguna escuela de la fascinante ciudad de Lima.
Nunca he puesto pie en dichas tierras, las del Perú, y, ¡oh!, dudo mucho que semejante oportunidad acaezca. Desde el interior de este mugroso calabozo londinense, idea similar sólo podría catalogarse como un sueño, una locura…, pero repito: no estoy loco.
—Hola, ¿hay alguien ahí?
¿Escucharon eso? ¿Lo vieron? ¿Vieron que no mentía? ¡Se los dije! Al parecer, ese jovencito, mi personaje, intenta comunicarse. Creo que lo mejor será que le conteste:
—Buenas noches, pequeño Caballero. ¿Cómo te llamas?
—Soy Antonio Vásquez Ralli—responde—; puede llamarme Toni.
—¿Tony? ¡Cuán agradable nombre!
—Me alegra, pero es Toni —me corrige—. La «i» denota mi herencia latina.
—¡Ah, ya veo! Mi nombre es Basil, Basil McKenzie.
—Un gusto conocerlo, señor McKenzie.
—El placer es íntegramente mío. Hablas muy bien el inglés, querido Toni.
—Gracias por el halago, Señor; pero, a decir verdad, no estoy hablando inglés en estos momentos, sino mi lengua materna: el español.
¡Increíble! Que mis personajes gocen de vida propia me fascina de por sí en demasía; con todo ello, acabo de enterarme de que, encima, nada nos impedía romper la quisquillosa barrera idiomática. Milagro semejante había sido protagonizado únicamente por los Apóstoles a partir de Pentecostés. ¿Yo? ¿Quién soy yo, sino un burdo siervo, para merecer tal designio de Gracia Celestial?… En fin. Hasta hoy, mi inspiración sólo había engendrado chaps británicos, impertérritos trotamundos en busca de venturas y desventuras. A sabiendas del prodigio, mi siguiente invención personificará la mismísima aventura: un soldado chino fiel a la Dinastía Ming o, quizás, un esclavo israelita en rebeldía o…
—Señor McKenzie, ¿me permite pedirle un favor?
El chiquillo requiere de mi ayuda. ¡Qué situación más interesante!
—Claro, Caballerito. Aunque, siendo sincero, no me imagino qué puedo hacer yo por ti.
—Bueno… me hallo en medio de un examen…
Había olvidado por completo que él estaba rindiendo un test. A lo mejor, ¡he pecado de descortés!
—…y solicitan que redacte un cuento.
—¡Ajá! ¡Ya veo! Quieres que te preste este cuento, ¿cierto, pillín?
—Sólo si… sólo si Usted fuera tan amable.
—Ja-ja-já, ¡por supuesto! Es todo tuyo, estimado Toni.
—Muchísimas gracias, señor McKenzie.
—No hay de qué. Ahora me tengo que despedir, pues las tinieblas nocturnas no han tardado en desplegar su obscuro velo.
—Pero ¡si en este preciso momento el sol destella en su punto más alto!
—No donde yo habito: en Londres de 1936.
—¿Londres de 1936? ¡Eso es asombroso!
¡El muchacho opina igual que yo! Y lo mejor es que ni por un solo instante ha puesto en duda la veracidad de mis afirmaciones.
—¿Es bonito aquel lugar, Señor?
—¿Londres? Oh… constituye una urbe bellísima. No obstante, la prisión que cohíbe mi albedrío no encaja dentro del término “bonito”.
—¿Prisión? ¿Por qué está preso? ¿Acaso hizo algo malo?
—No. Desde mi perspectiva, no. Pero aquello forma parte de otra historia, y ya es muy tarde.
El pequeño debe de estar meditando mi respuesta: su voz se ha apagado en una paulatina pausa, como el trémulo resplandor que, degradándose al penetrar en su crepuscular moridero, alumbra mis taciturnos atardeceres de aislamiento. Aunque, no he quedado solo: mis personajes me acompañan.
Recién en estos instantes, el gentil mancebo se propone decir algo:
—Señor McKenzie, ¿lo conoceré algún día en persona?
—Lamentablemente no lo creo, querido Toni. Ahora, yo te rogaré que hagas algo por mí.
—Lo que sea que Usted mande, Señor. Estoy a sus órdenes.
—Sólo deseo esto: sé libre.
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