El Descendimiento, Óleo sobre Tabla de Rogier van der Weyden: Pintura y Análisis.
«Una espada te atravesará el corazón». (San Lucas 2, 35)El anciano Simeón era un hombre justo, sabio y santo, por lo mismo que Dios lo premió con el Espíritu Santo. Sucedió entonces que, el día en que María y José llevaron al niño Jesús al Templo para presentarlo al Señor, tan pronto como el anciano profeta vio al joven Mesías, lo tomó en brazos y, en un transporte de alegría, se deshizo en alabanzas hacia Él y dio mil gracias al Cielo por habernos enviado la salvación del mundo entero.
María y José se hallaban admirados, como no podía ser de otra manera; y, aún en este estado, recibieron ellos también las bendiciones de aquel sabio tan amable... sin embargo, allí no concluiría este singular episodio. De pronto, Simeón se dirigió a la Virgen e, inesperadamente, le descargó aquella fatídica profecía: su corazón de madre sufriría el dolor de una espada.
Muchos años después, cuando Jesús contaba ya con treinta y tres años, la profecía finalmente se cumplió: María vio cómo su Hijo único, sin culpa alguna, era clavado en una cruz para redimirnos del pecado. ¡Cuánto dolor debe de haber sentido en ese momento! Aquel mismo dolor es lo que el artista flamenco Rogier van der Weyden busca transmitirnos con este bellísimo cuadro, mi favorito, en el que graba el momento cúlmen de la Compassio Mariae, la pasión que le tocó recorrer a la Virgen María al mismo tiempo que, por nosotros y por nuestra salvación, su hijo Jesucristo sufría y moría.
Análisis
Al apreciar el cuadro, notamos ya desde un primer momento que hay algo sumamente especial en él; no obstante, a medida que lo contemplamos detenidamente, seremos capaces de notar que no es una sola cosa lo que hace tan especial a esta obra de arte, sino la suma de numerosos detalles que contrastan entre sí y que nuestra mirada va descubriendo con asombro, sin terminar nunca de acostumbrarse a la fantástica y pesarosa escena que se le presenta.
Quizás lo primero que salte a nuestra vista sean los personajes: ciertamente, pareciera que ellos saltan literalmente a nuestra vista; es más, seremos capaces de afirmar que sobresalen del cuadro, que la caja dorara donde se encuentran no es un simple plano, sino un vivo retablo que consta de profundidad, con figuras que se pueden palpar; y que, por ello, el fondo que vemos se halla mucho más atrás. Este efecto es denominado trampantojo, y, a pesar de ser varios los pintores que lograron dominarlo, van der Weyden lo ha llevado hasta otro nivel en este cuadro.
Tal es así que, incluso, si miramos de cerca, advertiremos que una cinta blanca y, así mismo, la manga izquierda de uno de los personajes, aquel que vemos trepando sobre la escalera, se encuentran ambas por encima del marco que las rodea. Ello es que el artífice, muy diestro en su arte, ha pintado un marco interno para resaltar a los personajes, y lo consigue al situarlos por encima del plano de ese marco ficticio.
Pero la cinta y la manga de aquella persona, quien presenta aspecto de criado, no son los únicos objetos que vemos salir del dibujo del marco; el pulgar de su mano derecha hace lo propio, y también lo hace aquello que sujeta en esa mano, lo cual es todavía mucho más importante y, además, espeluznante: aquellos dos clavos grotescos que acaba de extraer de los brazos desnudos de Jesús, sendos metales teñidos de la sangre del Salvador.
A pesar de que el travesaño de la Santa Cruz resulta demasiado corto para que Cristo haya sido clavado allí, nosotros nos convencemos de que así fue: el artista logra persuadirnos de que realmente ha sucedido así y que, para demostrarlo, más allá de los brutales agujeros que exhiben sus manos, sólo basta apreciar los terribles gestos de dolor en los que están presentes. A lo mejor, busca advertirnos que, para aquel momento, ya había pasado el dolor de Cristo: el Via Crucis había finalizado y «todo ha sido consumado»; ahora, quienes sufren y concentran el tormento del calvario son aquellos quienes observan cómo es descendido su Cuerpo sin vida.
En total, son diez personajes, alineados a la perfección, los que integran esta escena de inefable dolor. Ciertamente, es un gran número; pero, no obstante las limitaciones del espacio, todas sus figuras son representadas practicamente a tamaño natural y de tal forma que no dan la sensación de apabullamiento o desorden; al contrario, cada uno parece jugar en la pintura un papel genuino y específico.
Las dos figuras más importantes son, sin lugar a dudas, las del Hijo y la Madre. Cristo se ubica en el mero centro de la obra, prácticamente desvestido y con las heridas aún manando sangre: la corona de espinas todavía ciñe su cabeza, las manos y los pies exponen orificios espantosos y, por último, su costado, abierto violentamente, vierte agua además de sangre desde donde se introdujo la lanza de Longino. A diferencia de otras escenas similares, el pintor no ha incluido en su Cuerpo las sanguinolentas huellas de la flagelación.
Un poco más abajo y a la izquierda, se halla la Virgen. A diferencia de su Hijo, lleva puesto un vestido simple, pero elegante y precioso, matizado con azul ultramar (el lapislázuli más caro que existía); mas, aquel hermoso tono brillante azulado cae en disparidad cuando observarmos la lividez en su rostro: tal ha sido el sufrimiento que se ha desmayado. Es entonces que nos percatamos de que, al desplomarse, adopta una posición en extremo similar a la de Cristo: Madre e Hijo carecen de sentido; ambos han sufrido dolores fieros y muy diferentes, pero el dolor, como tal, ambos lo han compartido. Es más, las manos de ambos se encuentran tan cerca entre sí la una con la otra que parece que estuvieran a punto de tocarse, de enclavijarse, de sostenerse. ¡Qué magnífica forma de darnos a entender hasta dónde llega el amor una madre por su hijo!
San Juan Evangelista y María Salomé se apresuran a sostener a la Virgen. La diligencia que emprenden se puede apreciar inclusive en la forma que adoptan sus vestidos: la capa del Santo se abre a un lado, como impulsada por el viento, mientras que la falda de la mujer de hemosos rizos se dobla en varios pliegos; en tanto que su mano desacomoda ligeramente la toca de la Virgen y, al hacerlo, descubre sobre su frente sus finos y áureos cabellos, los cuales acrecentan aún más el constraste con su lividez.
Pese a que la mayoría de los presentes se encuentran sollozando, las lágrimas que se despeñan por las mejillas de María de Cleofás son las más bellas. Ella, quedándose detrás de san Juan, se sume en el desconsuelo con una impotencia silenciosa, hundiendo su ceño en un pañuelo que sujeta entre los dedos de la mano derecha y limitándose a quedar en un segundo plano, vestida de su característico hábito monacal.
En el medio, sosteniendo a Cristo, aparece Nicodemo, un rico fariseo que, a diferencia del resto de los de su estirpe, sí apoyaba las prédicas que el Redentor efectuaba al interior del templo e, inclusive, llegaría a defenderlo. A pesar de no tomar mucho protagonismo en los Evangelios, el anciano le seguía y escuchaba; por eso, hallándose presente en el momento de su entierro, colaboró con los ungüentos con que el Mesías sería embalsamado: cien libras de mirra y áloe. Sus vistosas ropas demuestran su riqueza, en tanto que su barba es una señal sutil del cargo que ejercía como maestro y miembro del Sanedrín.
En el lado derecho del cuadro se aprecian otras tres figuras muy simétricas a las de la izquierda: José de Arimatea, además de un criado, y, al extremo, María Magdalena. El primero, mientras que sujeta las piernas de Cristo, lleva el rostro cubierto de lágrimas, ladeándolo tal como lo hace María Salomé para sostener a la Virgen. Calza un pomposo traje de oro y piel que ni siquiera se ha molestado en abrochar, el cual pone de manifiesto su condición de hombre adinerado: fue él quien se haría cargo del entierro de Jesús, poniendo a disposición el sepulcro que había adquirido para sí. A la derecha, un criado, vestido de verde, lleva en sus manos un tarro con perfume de nardos, el atributo de María Magdalena.
Hasta este punto, todo el conjunto de personajes parece haberse resignado ya al sombrío panorama de muerte, según traslucen una actitud cansina de agobio y abatimiento; sin embargo, María Magdalena rompe aquel esquema al retorcerse con vehemencia y de manera histriónica, dando muestras de una desesperación incontenible. En ella, lo más llamativo no lo constituye el traje que porta, el mismo que, por la exagerada postura, aparece tirante y próximo a ceder; sino que aquello que más llama la atención es lo que ajusta su cintura: un cinturón de metal, aquel que hace alusión a su futura castidad. Es de notar que tanto ella como San Juan, ambos a los extremos, se balancean hacia el centro del cuadro al mismo tiempo.
Pido disculpas al lector, pero sería imposible nombrar cada uno de los detalles que se han dispuesto en este cuadro con el fin de imprimirle un sello fantástico a una escena tan vívida y real. ¡Cuántos expertos han invertido décadas enteras de vida en estudiarlo y, aún así, nuevos detalles son descubiertos cada año! Sin embargo, creo necesario destacar dos detalles adicionales.
Para comenzar, no son sólo el Cuerpo exánime de Cristo y el de la Virgen, al desmayarse, aquellos que parecen prontos a desplomarse sobre el suelo; por el contrario, si nos fijamos bien, podremos percibir que todos los protagonistas de la obra, inclusive el criado en la parte superior, transmiten una percepción de inestabilidad tan marcada que, de hallarse en movimiento, vendrían todos a caer abatidos del dolor, presas de su contristado sentimiento.
Además, debajo de la mano derecha de la Virgen, aquella que pende muy cerca de la tierra, se logra distinguir un cráneo y, un poco más a la derecha, también sobre el pasto, se aprecia un hueso suelto. Ambos tejidos óseos pertenecen a Adán, el primer hombre. Ello es que, según se dice, nuestro padre pretérito se encuentra enterrado en el monte Gólgota, justo debajo de donde Jesucristo fue crucificado. Se lo representa para recordarnos que fue por él, un hombre, por quien caímos en pecado; pero, por el sacrificio de Dios hecho hombre, nos hemos liberado.
Ahora, somos nosotros los que debemos poner de nuestra parte: sólo depende de nosotros, de nadie más, aceptar el inmenso regalo que nos ha concedido Cristo y mantenernos alejados del pecado.
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