El Hombre que Inventó la Navidad, película de Bharat Nalluri: Análisis y Opinión
«Ninguna persona que alivie el pesar de otro es inútil en este mundo».Ciertamente, frases como ésta nos recuerdan la importancia y el valor que debemos apreciar en cada ser humano; sin embargo, más allá de ello, dejan traslucir con claridad el bondadoso espíritu que poseía para con todos aquel que las pronunciaba: el deslumbrante escritor Charles Dickens.
Deben de ser pocas personas —o, quizás, ninguna— aquellas que no conozcan la historia que este gran hombre, filántropo y liberal, encapsuló en tan sólo veintiocho mil palabras (teniendo en cuenta que un libro de cincuenta mil palabras se considera ya como ‘lectura ligera’); aquella misma historia que, a pesar de su corto tamaño, nos enseña no sólo cuán trivial es el dinero, sino, sobre todo, que de nada sirve tenerlo a costa del bien de los demás y de nuestra propia felicidad.
Con esto, me refiero obviamente a «Canción de Navidad» (A Christmas Carol), obra más famosa de Dickens y en la que, curiosamente, nos exhibe como protagonista a un viejo tan avariento y egoísta que bien podría pasar por antagonista del mismo escritor, un viejo llamado Ebenezer Scrooge, quien tendrá que hacer frente a una peculiar y, literalmente, espantosa noche para desprenderse de su codicia y de su mal humor.
No obstante, es seguro afirmar que casi nadie conoce la historia que se esconde detrás de esta fantástica novela, por la cual Dickens hubo de hacer frente no sólo a una, sino a muchas noches de intenso trabajo, desencadenando un viaje que lo conduciría a recorrer las calles del Londres victoriano en busca de inspiración e, incluso, le llevaría a mantener continua conversación con sus propios personajes.
Esta película, basada en el libro homónimo del historiador Les Standiford, se encarga de develarnos aquel emocionante y misterioso proceso que Charles Dickens hubo de atravesar para la creación del clásico navideño más querido de todos los tiempos, la obra que lo convertiría a él, si bien no en el ‘hombre que inventó la navidad’, sí en aquel que la reinventó y nos hizo amarla todavía más.
Análisis
A diferencia de muchos otros escritores cuyo genio es descubierto o bien cuando, debido a su avanzada edad, no pueden disfrutar de su éxito o, lo que es peor aún, recién una vez que están muertos, Charles Dickens ya se había forjado un nombre en la literatura inglesa aun antes de escribir su obra cumbre; y, a decir verdad, éste era un nombre de no escasa popularidad.
Su segunda novela, Oliver Twist, le había procurado una fama de tal envergadura que traspasaría fronteras; tal es así que incluso en los Estados Unidos se había desatado furor por conocer al hombre detrás de aquellos párrafos, lo cual sería aprovechado por él para realizar una gira por tierras norteamericanas.
Sin embargo, ni siquiera el hecho de haberse convertido prácticamente en una celebridad pudo permitirle a Charles (o ‘Boz’, como le llamaban sus amigos) gozar de la estabilidad económica que le era deseada. Las tres novelas que publicó posteriormente a su gran éxito habían sido catalogadas todas como ‘fracaso’. Cuatro años se habían sucedido desde aquel acierto literario y todo parecía indicar que, a sus treinta y un años de edad, le sería imposible recobrar aquella gloria pasada: a lo mejor, de ahí en adelante, se tendría que conformar con personificar a aquel típico escritor que debe rogar a las editoriales para que acepten llevar a cabo su publicación.
Pero, por supuerto, Charles Dickens no era alguien a quien se pudiera relacionar con la palabra ‘conformarse’; esto quedaría demostrado con creces cuando, luego de diversas discusiones en torno a sus recientes reveses y la poca acogida que tendría una historia de navidad, rechazó la oferta de su sello editorial, Chapman & Hall, y, contra todo pronóstico, lleno de la impetuosidad y la pasión que lo caracterizaban, decidió encargarse él mismo, por cuenta propia, de la edición, impresión y publicación de su siguiente novela, la cual se había propuesto poner en los escapartes justo antes de la época navideña.
Haber tomado esta resolución le dio a Charles la libertad creativa con la que todo escritor sueña... no obstante, lo comprometía al mismo tiempo a asumir la responsabilidad por cada detalle de su próxima obra, desde el color de la portada hasta el tipo de papel en que se llevaría a cabo de la impresión, sin olvidarnos de las ilustraciones, los diseños, la distribución y, por supuesto, el pago por todo el trabajo que se estaba efectuando.
Para mayor curiosidad, Dickens tenía que comenzar a encargase de que todo esto estuviera en plena marcha cuando todavía no se decidía por el título que llevaría su libro; lo cual debía de ser la menor de sus preocupaciones, ya que ni siquiera lo había comenzado a escribir... y, para complicar aún más las cosas, ¡sólo faltaban seis semanas para navidad!
Entonces, como era previsible, se desató una carrera contra el tiempo, la cual llevaría a Dickens tanto a través de fases de euforia y alegría como por etapas de desaliento y honda melancolía, en especial la que le ocasionaban los latentes recuerdos de su niñez, cuando, al ser su padre preso por endeudamiento, Charles se vio obligado a trabajar al interior de una precaria fábrica de betún para zapatos con tan solo doce años. Esta dura experiencia le había acarreado diversas consecuencias psicológicas en su infancia y dejaría en él huellas palpables aun en su adultez, las cuales, así mismo, se reflejarían de una u otra forma en la trama de su obra.
A estas instancias, los grandes gastos con que debía correr enconaban su crisis financiera cada vez más. La fecha pactada para el esperado lanzamiento se acercaba a una velocidad apabullante. Para colmo, su quinto hijo estaba pronto a nacer, por lo cual se vio en la necesidad de hipotecar su casa. Oh, su suerte estaba prácticamente echada. Sin embargo, él sabía que no podía darse por vencido.
A pesar de que los días corrían apresuradamente, Charles se sabía capaz de correr con todavía más presteza; y así lo hizo. No con poco esfuerzo, logró sobreponerse a todos sus miedos y ansiedades, y, practicando con precisión lo que él mismo predicaba, aprovechó sus traumáticas vivencias para crear algo que inspire justamente lo contrario: él conocía el desamparo y, por ello, hizo al mundo tornar la vista hacia los desamparados.
Pero el mágnifico escritor no se sirvió únicamente de su infancia como inspiración. Durante todo el trayecto creativo, fue recogiendo con esmerada atención detalles de los elementos que le rodeaban, incluídos sus propios familiares y amigos: en su pequeño sobrino, enfermo y minusválido, reconoció a aquel personaje que nosotros conoceríamos más tarde como ‘el pequeño Tim’; el cansino camarero de un club al cual solía acudir sería la fuente del terrorífico fantasma de ‘Jacob Marley’, y no había un solo lugar al que asistiera sin cargar con su libreta, en la cual iba anotando —o ‘coleccionando’— esta valiosísima información junto con cada nombre llamativo que se le presentara.
De esta manera, aunque suene increíble, el nombre del mezquino protagonista, Ebenezer Scrooge, provendría de una lápida que Charles visitó durante su estadía en Edinburgo, en cuya inscripción figuraba la profesión que el muerto había ejercido en vida, la de ‘hombre o comerciante de harina’ (meal man), pero que Charles, al leer erróneamente, confundió por la de ‘hombre de malicia’ (mean man).
Este efusivo y singular procedimiento dotó a su cuento de tanta vida que, inclusive, sus personajes llegaron a comunicarse con él; y no pocas veces, sino que hasta tal punto que empezaron a acosarle en su día a día, al mismo tiempo que le sugerían de manera continua cómo debía proseguir la historia, la cual, poco a poco, iba convergiendo en una hermosa y palpitante alegoría cristiana que nos enseña el pavimento del camino de la redención.
Dickens, como no era para menos, hizo caso a su elevada inspiración y, por supuesto, también a las sugerencias de sus parlanchines personajes; con lo cual, porfiando la adversidad, terminaría de escribir las últimas páginas de su libro en el mismo mes de diciembre. Las noches en vela, las malas experiencias y los incesantes reproches de su preocupada familia —y, además, los del fastidioso Scrooge y hasta sus fantasmas— habían valido la pena: tenía en sus manos el manuscrito de un clásico.
Sin embargo, la carrera contra el tiempo recién concluiría en la misma semana de navidad: el 19 de diciembre de 1843, desafiando todas las predicciones, llegaba a los escaparates de las librerías la primera edición de «Canción de Navidad» (A Christmas Carol). El éxito fue rotundo: antes de Nochebuena, todas las copias se habían agotado; para finales del año siguiente, trece otras ediciones se habían publicado. En una época en que la navidad estaba cayendo en desestima (producto de los anteriores años de intensa persecución protestante a los católicos y sus tradiciones), las hermosas palabras y el espléndido carácter de Charles Dickens lograron rescatarla y hacer de ella la gozosa fiesta que, actualmente, esperamos con entusiasmo y celebramos llenos de alegría.
Opinión
Es de amplio conocimiento popular que las “historias” que Hollywood nos presenta, más que a menudo, suelen diverger leguas enteras de los hechos sucedidos en la realidad: en otras palabras, les hemos adjudicado erróneamente el epíteto de ‘historia’, ya que de aquella palabra no les queda ni siquiera la letra ‘h’. No obstante, puedo afirmar con el placer más sincero que esta película no pertenece a esa gran mayoría mentirosilla; virtud que, en parte, se debe a que está basada en un libro biográfico históricamente preciso.
Y, en efecto, respecto a este último punto, esa agitación a la que se sometía mientras escribía el libro llegaría, en sus propias palabras, al término de hacerle llorar y reír y, luego, volver a llorar. Con esto se trasluce la excéntrica personalidad del escritor, que, para mayor mérito de la cinta, fue calcada de manera prodigiosa por el actor Dan Stevens, quien, así mismo, fue capaz de transmitir esa singular empatía que, junto con él, nos hará llorar y reír y volver a llorar.
No obstante, era de esperar que ciertos detalles hayan sido exagerados para proporcionar mayor dinamismo e hilaridad a la trama. Tal podría ser el caso de las conversaciones entre Dickens y sus personajes, las cuales fueron escenificadas de manera muy vívida y colorida en la película, a pesar de la poca probabilidad de que haya sucedido así en la realidad. Sin embargo, aun en esta materia, los cineastas no se han desviado ni un ápice de la verdad que el mismo Charles afirmaba; por el contrario, supieron sacarle el mayor de los partidos al tomar sus palabras de forma literal. Y con ello consiguieron justamente el efecto deseado: la hilaridad y el dinamismo se mantienen a lo largo de toda la trama, sin permitirle al espectador ni un segundo de aburrimiento.
Valoración: 9,5/10
Mas allá de algún error histórico que la cinta haya podido contener, resulta contrariador ser testigo de cómo una de las mejores películas que nos regaló el año pasado ha pasado prácticamente desapercibida en el mundo cinematográfico. Quizás, la razón de ello es que las personas, una vez más, a medida que le prestamos caso a nimiedades, nos estamos olvidando de la importancia que conlleva la navidad y, con suma urgencia, necesitamos un nuevo Dickens para rescatarla y, con ella, rescatar el amor en la raza humana.
Sea como fuere, el trabajo representado en esta obra es excepcional: nos permite apreciar no sólo el magistral resultado que consiguió inmortalizar Charles Dickens a través de sus palabras, sino que también nos obliga a valorar el magistral esfuerzo que el escritor dedicó, luchando contra todas sus desventuras, para conseguir hacerse él mismo inmortal.
Pero esta ‘inmortalidad’ no le sería concedida por alcanzar algo tan terrenal como la fama. Él lo sabía. Él quería cambiar el mundo para mejor y, por ello, enfocó todo su trabajo para lograrlo. Y, definitivamente, lo logró: para Nochebuena de 1843 no sólo se habían vendido todas las copias de su libro, sino que, a través de él, supo alimentar la fe y el espíritu cristiano de los londinenses; quienes, con el corazón henchido de ese sentimiento de humanidad que con frecuencia olvidamos los humanos, se volcaron en obras de caridad y preocupación de los más necesitados.
Aún ahora, cada vez que uno indaga en las geniales palabras que nos ha dejado Charles, es imposible no sentirse presa de la misma fiebre de bondad que se vivió en Londres aquella víspera de fin de año. Por esa razón, nos toca recordar y llevar siempre grabado que «ninguna persona que alivie el pesar de otro es inútil en este mundo».
Aún ahora, cada vez que uno indaga en las geniales palabras que nos ha dejado Charles, es imposible no sentirse presa de la misma fiebre de bondad que se vivió en Londres aquella víspera de fin de año. Por esa razón, nos toca recordar y llevar siempre grabado que «ninguna persona que alivie el pesar de otro es inútil en este mundo».
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