Soneto a Cristo Crucificado: Poema y Análisis

«No me mueve, mi Dios, para quererte...».
La sinceridad y el amor que se dibujan sólo en las once sílabas iniciales de este hermoso poema son suficientes para trazar, ya desde un primer momento, la senda por la que discurrirán los siguientes versos. Sí, estas palabras han sido escritas por un enamorado, un amante que no duda en exclamar que, para querer a su ser tan amado, no busca razones en lo común, en lo simple o en lo cotidiano, sino que su amor va mucho más allá y está dispuesto a declararlo. ¡Qué mejor forma de hacerlo que a través de un soneto!

Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que esta declaración de amor no está hecha para el mundo: no somos nosotros a quienes el escritor quiere contar su amoroso sentimiento ni aquellos ante los que quiere dar una mera percepción de don Juan; antes, dedica sus íntimas palabras a alguien específico. Es así que, haciendo uso magistral de la segunda persona, nos relega al grado de simples espectadores o confidentes de esa declamación que va a tomar lugar.

Habiendo asumido este punto de vista, se nos permitirá apreciar que, en efecto, el amor que siente el noble poeta no puede ser un amor ordinario, puesto que no va dirigido a alguien ordinario. No será una joven amada quien lea estos versos y, tras hacerlo, oculte el rubor en sus mejillas bajo el velo nocturno. Por el contrario, aquella persona a quien se dirige el poeta conocía cada una de las letras que conformarían esos versos aún antes de que, en su inspiración, él lograra pensar en ellas: así de extraordinario es aquel amado a quien se dedica el soneto. Pues ¿quién más extraordinario que el mismo Dios?

Sin embargo, a medida que prosigamos con las siguientes líneas, no nos conformaremos con ser sólo testigos privilegiados de esta efusión tan personal de afecto; en cambio, lejos del resignamiento, nos iremos sintiendo cada vez más participes de aquel amor que se narra. Ello es que la naturaleza de este amor no se circunscribe a lo terreno o temporal, sino que apunta a lo divino, y busca alcanzarlo despojándose de todo lo condicional.

El poeta no pone condiciones al amor que siente por Dios: haciendo muestra de una fe ciega, asegura que, aunque no existiera castigo por sus faltas o premio por sus virtudes, su amor permanecería intacto. Al mismo tiempo, pone de manifiesto un férreo compromiso de total abnegación; deja muy claro que no espera nada a cambio de su amor, puesto que la razón del mismo, aquello que lo mueve, lo mejor que podría recibir de parte de Dios, todo eso ya lo ha recibido. Lo ha recibido a través del sacrificio de Jesucristo.

Este soneto se compone de cuatro estrofas: dos cuartetos y dos tercetos conformados por versos endecasílabos, los cuales se disponen en estricta rima consonante bajo la clásica estructura italiana (ABBA ABBA CDC CDC), heredada de Petrarca e introducida al castellano por Garcilaso de la Vega. Mas, a pesar de que se tiene por cierto que fue escrito durante el Siglo de Oro Español, todavía se debate acerca de quién fue el verdadero compositor.

Entre quienes ostentan las mayores posibilidades, nos encontramos con figuras como el Doctor de la Iglesia san Juan de Ávila, el agustino, pariente de Hernán Cortésfray Miguel de Guevara e, inclusive, el célebre aedo y también religioso fray Lope de Vega. Sea quien fuera el autor, no cabe duda de que, al escribirlo, ha conseguido plasmar en verso un verdadero prodigio, el cual se ve sublimado por su decisión de permanecer en el anonimato: al no reclamar la autoría, no se gloria a sí mismo por su trabajo, no blasona su pericia y talento, sino que concentra toda la Gloria en Jesucristo, su amado. ¡Cuán en serio toma su compromiso! ¡Cuán digno y abnegado! ¿Qué otra prueba más evidente de su sincero amor, de su búsqueda del agape, el amor perfecto, aquel amor que nace sólo de practicar la imitación de Cristo? Especialmente en esta Semana Santa, nos toca seguir, al igual que hicieron ellos, este ejemplo de infinito amor y de insuperable abnegación.

Poema


No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor. Múeveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara
y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.

No me tienes que dar por qué te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

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