La Abeja Reina (Die Bienenkönigin), Cuento de los Hermanos Grimm

«Dejad en paz a los animales».
A través de la inocencia de su protagonista, los Hermanos Grimm nos lanzan esta advertencia mucho antes de que siquiera nazcan los movimientos a favor de los animales y, a decir verdad, en el marco de una época que no se caracterizaba precisamente por el cuidado y el amor que la gente tenía hacia estos, sino por una hostilidad general que, lamentablemente, aún se conserva en muchos lugares del planeta.

Precisamente tomando ese punto como partida, los cuentistas nos hacen ver cuán equivocado está alguien que se cree con derecho a maltratarlos; además, nos recuerdan que uno no siempre escoge a sus amigos, sino que puede encontrarlos en los lugares menos pensados, y que las buenas acciones, aquellas desinteresadas, raras veces carecen de recompensa.

De los incontables cuentos de hadas que la familia Grimm ha recopilado en sus colecciones, se puede afirmar sin temor a equivocarse que La Abeja Reina es uno de los más entretenidos, con una moraleja muy agradable. Así mismo, ha influenciado muchísimas otras historias, como por ejemplo la de El Niño-Estrella, un cuento del gran escritor católico irlandés Oscar Wilde, que aparece en su libro Una Casa de Granadas.



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Cuento

Zafia y disipada era la vida en la que cayeron dos príncipes que habían partido en busca de aventuras, y así no podían volver de ninguna manera a su casa. El benjamín, el bobo, salió en busca de sus hermanos. Cuando los encontró se burlaron de que él, con su simpleza, quisiera abrirse camino en el mundo cuando ellos dos, siendo mucho más listos, no eran capaces de salir adelante.

Se pusieron a andar juntos y llegaron a un hormiguero. Los dos mayores quisieron revolverlo para ver cómo las pequeñas hormigas correteaban asustadas de un lado a otro llevando consigo sus huevos, pero él bobo dijo:

—Dejad en paz a los animales. No consiento que los molesten.


Luego siguieron adelante y llegaron a un lago en el que nadaban muchos, muchos patos. Los dos hermanos mayores quisieron cazar un par de ellos y asarlos, pero el bobo dijo de nuevo:

—Dejad en paz a los animales. No consiento que los maten.


Finalmente llegaron a una colmena. Dentro había tanta miel que rebosaba tronco abajo. Los dos quisieron prender fuego bajo el árbol para que las abejas se asfixiaran y ellos pudieran quitarles la miel. El bobo, sin embargo, los detuvo otra vez diciendo:

—Dejad en paz a los animales. No consiento que los quemen.


Los tres hermanos llegaron entonces a un palacio en cuyas caballerizas había un montón de caballos petrificados, pero no se veía a ningún ser humano. Recorrieron todas las salas hasta que al final llegaron ante una puerta que tenía tres cerrojos. En mitad de la puerta, sin embargo, había una mirilla y por ella se podía ver lo que había dentro del cuarto. Allí vieron a un hombrecillo gris sentado a una mesa y lo llamaron a voces, una vez…, dos veces…, pero no los oyó. Finalmente lo llamaron por tercera vez y entonces se levantó y salió. No dijo ni una palabra, pero los agarró y los condujo a una opípara mesa, y cuando hubieron comido llevó a cada uno de ellos a un dormitorio. A la mañana siguiente entró en el del mayor, le hizo señas con la mano y lo llevó a una mesa de piedra, sobre la cual estaban escritas las tres pruebas que había que superar para desencantar el palacio.

La primera era así: en el bosque, debajo del musgo, estaban las mil perlas de la princesa; había que buscarlas y antes de que se pusiera el sol no tenía que faltar ni una sola o, de lo contrario, quien hubiera emprendido la prueba se convertiría en una piedra. El príncipe fue allí y se pasó el día entero buscando, pero cuando el día tocó a su fin no había encontrado más que cien y quedó convertido en piedra. Al día siguiente emprendió la aventura el segundo hermano, pero, al igual que el mayor, se convirtió en piedra por no haber conseguido hallar más que doscientas.

Por fin le tocó el turno al bobo y se puso a buscar en el musgo, pero era tan difícil encontrar las perlas y se iba tan despacio que se sentó encima de una piedra y empezó a llorar. Y, según estaba allí sentado, el rey de las hormigas, al que él una vez había salvado, llegó con cinco mil hormigas que, al cabo de un rato, ya habían encontrado todas las perlas y las habían reunido en un montón.


La segunda prueba, en cambio, consistía en sacar del mar la llave de la alcoba de la princesa. Cuando el bobo llegó al mar se acercaron nadando los patos a los que él una vez había salvado; éstos se sumergieron y sacaron la llave del fondo.

La tercera prueba, sin embargo, era la más difícil: entre las tres durmientes hijas del rey había que escoger a la más joven y predilecta; pero eran exactamente iguales y en lo único que se diferenciaban era en que la mayor había tomado un terrón de azúcar, la segunda sirope y la menor una cucharada de miel, y había que acertar sólo por el aliento cuál de ellas había comido la miel. Entonces llegó la reina de las abejas que el bobo había salvado del fuego, tentó la boca de las tres y al final se posó en la boca que había tomado miel, y el príncipe reconoció así a la verdadera.


Entonces se deshizo el encantamiento, todo quedó liberado del sueño y los que eran de piedra recuperaron su forma humana. El bobo se casó con la más joven y predilecta de las princesas y, cuando murió el padre de ella, se convirtió en rey. Por su parte, sus dos hermanos se casaron con las otras dos hermanas.

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